Gran Cuervo · Capítulo 1: El juego
Para Grace, Aitana, Ianna y Fátima
I
A veces deshaces un nudo solo para volver a atarlo de forma diferente. Piensas que tu vida no cambiará gran cosa, pero lo cierto es que, desde las entrañas, todo se renueva. Esto comenzó en mi banca favorita del parque y pinta para terminar como tragedia en una buhardilla redecorada.
Cuando la batería de mi laptop se agotó esa tarde en el parque mientras veía por tercera vez el episodio donde la Pantera Rosa tira un reloj cucú al río para deshacerse del insoportable pajarraco, el zumbido que habitaba un escondrijo en mi oído izquierdo quedó en primer plano y me vi forzada a prestarle atención. Me pregunté si sería producto del volumen al que escucho la música en mis audífonos nuevos, un síntoma de presión alta, o un mensaje cósmico que me negaba a reconocer, como aseguró mi amiga Maggie cuando lo mencioné el día que cumplí 24 años (uso nombres falsos para proteger la identidad de los involucrados). Su singular idea me hizo recordar un par de sueños. En uno, mi mamá, que en paz descanse (y esto no es para proteger su identidad), me obsequió una linterna de energía solar y en el otro recibí una galleta de la fortuna que decía «Ahora todo se le presentará».
Le relaté ambos sueños a Maggie, quien dijo: «¡Álfur!, sin duda se trata de la alarma de tu reloj espiritual. ¡Felicidades!». Por supuesto me aterré. Imaginarme cada equinoccio de primavera en una pirámide, tomando de la mano a vegetarianos vestidos de blanco me dio escalofríos. Opté por seguir el ejemplo de la Pantera Rosa y me deshice del cucú. O al menos eso intenté.
Dos semanas después, un poco por insistencia de mi amiga y otro poco por una incomodidad difícil de precisar, acepté leer uno de los libros que recomienda en su nuevo blog, donde publica una mezcla extraña de temas de espiritualidad, terapias alternativas y vida pseudosustentable. Cerca de mi casa, en una librería recién inaugurada encontré dos títulos de la lista, pero ninguno me interesó. Ya que estaba ahí decidí buscar mejores opciones. Exploré cada entrepaño, ordenado y rectilíneo, hasta que en el rincón más apartado del local hallé unas escaleras de caracol que me resultaron más atractivas. Descendí hasta el sótano, de donde salía un hilo de música. Caminé por un pasillo que conducía a un elevador de carga y me detuve a medio camino para asomarme por una puerta semiabierta. Se trataba de una despensa. Inspeccioné los víveres, tratando de imaginar los platillos que alguien prepararía con ellos. Atravesé una cortina de tiras de plástico amarillento y me encontré en la cocina de un café subterráneo, con personas tan atareadas que por fortuna no me prestaron atención. En el área del comedor, además de una barra había sillones de colores y mesas bajas con torres de libros. La decoración era del estilo de Tim Burton: un tanto oscura y con mobiliario lleno de remates en espiral. La escasa feligresía hacía juego. Pedí un té de macadamia con leche y me senté en un sillón rojo con respaldo alto y descansabrazos a rayas. Con los pies sobre un taburete negro, resuelta a disfrutar mi bebida, tomé uno de los libros regados por ahí: El Universo Elegante, de Brian Greene. Cuando cumplí 14 años mi papá me regaló un ejemplar. Pese a que leí muchos segmentos sueltos, formalmente no pasé del segundo capítulo, algo que él ignora hasta la fecha. En esta ocasión recorrí páginas sin darme cuenta, un poco por la cantidad de veces que he escuchado los conceptos que ahí aparecen y otro poco porque busqué en Internet las dudas que fueron surgiendo. Me concentré a tal grado que cuando menos pensé apagaban las luces del local. Terminé de leer el cuarto capítulo segundos antes que el mesero me escoltara directo hacia la calle por una escalera recta, estrecha y empinada, diferente a aquella por la que llegué desde la librería.
La tarde siguiente regresé. Entré por la puerta oficial y descubrí que el café tenía nombre: Zero, como el perro de Jack Skellington. Eso explicaba la decoración.
II
Me volví asidua. El Zero era el lugar perfecto para no toparme con alguien conocido. Cada tarde, al salir del trabajo, me instalaba ahí a tomar un té diferente y a leer en mi sillón, excepto los viernes que iba a clase de yoga gracias a los cupones de un mes gratis que Maggie me regalaba. Siete semanas después había devorado una buena cantidad de libros: todos más recientes que el de Greene, todos recomendados por Matthew, el amable propietario.
Matt me agradó primero por su voz —timbre grave, volumen moderado—, segundo porque nada en él estaba de moda, pero su traza tenía carácter, y tercero porque descubrí que era experto en mis intereses actuales de lectura. Meses más tarde, habría de agregar a la lista el aroma a madera de sabino y la impronta que su inherencia dejó en mí.
He de confesar que nunca pasé del capítulo seis del libro de Greene, y en general fui saltando entre páginas interesantes de los otros, pero no había razón para aclarar ese detalle a Matt.
Debí sospechar que se avecinaba una de esas contorsiones de la vida cuando mi trabajo se complicó, pero las señales que para algunos son evidentes a mí suelen pasarme de largo. La empresa que me empleaba cambió de dueño y por lo tanto de director, políticas y personal de confianza. Si desde el principio me supe extranjera ahí, a partir de entonces me volví incompatible. Con lo que me cuesta establecer una comunicación aceptable cuando se trata de personas nuevas. Es como si habláramos idiomas lejanísimos en el árbol de la lingüística. No me toma demasiado encontrar un lenguaje común con la mayoría de la gente, pero hay individuos con quienes no logro entenderme pese al gran esfuerzo que pongo en ello. Justo me pasó con mi nuevo jefe: fue como lanzar un arpeo de cuatro garfios para entrar a un castillo amurallado, pero por más que traté nunca se enganchó en un maldito hueco. Probé pies de conversación escuchados al ascensorista, lenguaje formal de juntas corporativas, expresiones coloquiales del cuarto de copiado y otro montón de lugares comunes. Lenguaje florido. Frases telegráficas. Interés simulado. Desinterés genuino. Nada. El muro resultó infranqueable. Liso, liso. Sin almenas, o cuando menos una tronera. Al cabo de unos días me resigné a instalarme en la periferia del castillo, por así decirlo, como tantas veces lo he hecho. Veía de lejos a mi jefe interactuar y hasta bromear con el resto de los empleados de la agencia. Llegar temprano todos los días me ahorró toparme con él, así que las únicas palabras que alguna vez cruzamos fueron mis saludos de catálogo y sus respuestas ininteligibles. Nuestra comunicación de trabajo fue por email, el medio que mejor me acomoda y cuando llegó a pedirme algún trabajo impreso lo dejé en el escritorio de su secretaria, con quien también evitaba toparme.
Cuando me contrataron en la agencia, recién salida de la universidad, en verdad disfrutaba mis actividades —corrección de estilo y traducción de textos literarios— y había un par de colegas con quienes intercambiaba comentarios ácidos acerca de nuestra condición de oficinista explotado que acepta pizzas y refrescos de lata como pago por trabajar horas extra. Pero los empleados que valían la pena renunciaron y los nuevos se tomaban demasiado en serio; confundían profesionalismo con obediencia mientras soñaban con ser jefes para llegar tarde y tomar dos horas de comida. Por si fuera poco, mi nueva actividad consistía en corregir traducciones automáticas de listas interminables de efectos secundarios producidos por medicamentos con nombres poco creativos.
Los días transcurrían y mis asignaciones se espaciaban, por lo que pasaba gran parte de la jornada laboral visitando páginas referentes al universo holográfico y a la multidimensionalidad desde perspectivas diversas. Es que si un asunto me interesa no puedo parar. Inicio una búsqueda simple y me voy por una rama, luego por otra y otra más, hasta llegar a temas alejados y más interesantes que el original, como el orden implicado, el antiquark extraño o el cúmulo abierto Collinder 70. No es que me especialice en un área particular del conocimiento, solo busco satisfacer mi curiosidad, voraz como un agujero negro. Tampoco guardo en mis archivos mentales el tipo de datos que deja a los demás boquiabiertos (como mi hermano), pero me gustan ciertos territorios de la ciencia y sobre todo disfruto escuchar a expertos capaces de explicar de manera simple los misterios del Universo (como mi papá), o al menos intercambiar ideas con otros entusiastas (como Matt). Más que acumular información me interesa comprender, y una vez que logro destripar el concepto suelo olvidar los detalles, lo que atribuyo a la naturaleza veleidosa de mi memoria.
La atmósfera opresiva en la oficina era cada día menos propicia para llevar a cabo mis pesquisas y habría renunciado a mi infame empleo de no ser porque me despidieron. En palabras del gerente de recursos humanos, mis comentarios mordaces habían «generado anticuerpos entre el nuevo personal». Así que un día trabajaba de nueve a seis y el siguiente descansaba de sol a sol, pues al salir de ahí por última vez fui directo a Cuernavaca, a casa de mi amiga Penny Lane, para celebrar mi recién desempacada libertad a la orilla de la alberca, bien abastecida de botanas en compañía de sus dos perras labrador.
En ése, mi segundo hogar, viví una semana entera en etapa de negación. Pero al volver al mío no tuve más remedio que enfrentar mi realidad. Llegaba la hora de conseguir empleo, pero la sola idea de cumplir una vez más con un horario fijo me provocaba urticaria. Ya ni sabía qué ocupación podría hacerme feliz. Maggie sugirió que tomara un año sabático —con reducción de gastos al mínimo para estirar ahorros y finiquito al máximo— pero no me convenció. Disminuir nunca ha sido mi especialidad, y su gran idea de compartir mi departamento me pareció aún peor. Vivir con un desconocido, por más recomendado que estuviera, me sonaba a terror nocturno. Por fortuna tenía un pequeño respaldo financiero, ya que suelo guardar dinero para viajar y por esas fechas llevaba demasiados meses sin salir de casa.
Desde los dieciocho años he saltado de un empleo a otro sin una pausa disfrutable, así que tomar dos meses de descanso para pensar con calma en qué me gustaría trabajar sería lo mejor. También hice un recorte de egresos: mínimo, según Maggie; significativo, de acuerdo con Penny.
III
La semana siguiente me enfrasqué en un par de expediciones virtuales. Vi mucha ropa en Internet, en especial las creaciones de Txell Miras, Iris Van Herpen y Vega Zaishi Wang, que tanto me gustan. También visité algunas tiendas de juguetes de diseño y hasta descubrí un canal de danza experimental. La idea era ver, pero admito que al final me dejé llevar. Compré una mochila maravillosa y un autómata de alto valor y bajo precio (tengo un olfato envidiable para las gangas). Es que me gusta rodearme de objetos únicos que me enamoren sin remedio y se instalen, necios, en mi carrito de compra. Dado que mi capacidad monetaria es mucho menor que mis aspiraciones, en lugar de obra de artistas reconocidos compro piezas artesanales que descubro en mis correrías.
Una vez de regreso en el mundo real me surgió la inquietud apremiante de reubicar cada objeto en mi departamento —algo que sucede cuando vivo cambios importantes—, desde los muebles hasta los móviles, a tal grado que al terminar me sentí recién mudada. Ubiqué la recámara en la estancia, junto con la mesa y el sofá, como en un monoambiente. Convertí una de las habitaciones en estudio y en la otra puse el roperito de mi bisabuela, una vitrina con mis objetos más preciados, además de plantas, luces difusas, dos silloncitos y una mesa pequeña (siempre había deseado tener un rincón donde escuchar música y tomar té, en un entorno que abrigara los sentidos). El día siguiente fui al salón a cortarme el cabello y a sacar el tinte azul intenso con el que ya llevaba un año. La nueva etapa en mi vida inició escoltada por el verano. El viernes regresé al Zero.
IV
Estaba más concurrido que nunca y recordé que alguna vez Matt mencionó un juego de rol que tenía lugar cada semana, en el saloncito del fondo. Era evidente que no se trataba de fans de Calabozos y Dragones. Tampoco de whovians[1] (algo que le habría gustado a mi hermano) o de trekkies[2] (algo que le encantaría a mi papá). Su indumentaria no pertenecía a las corrientes actuales de la moda comercial (detalle que me fascinó a mí).
Mientras yo observaba las botas negras, toscas y con broches magnéticos de un recién llegado, Matt me preguntó si quería participar. Dijo que era noche de debutantes: cada tres años podían entrar jugadores nuevos, el único requisito era contar con el respaldo de uno avanzado. La curiosidad me picó por tratarse de una pasarela singular, aunque ignoraba los pormenores del juego.
Al principio me resistí.
—Es que nunca he participado en uno de estos. No me aprendo las reglas, o las instrucciones, mucho menos entiendo indirectas. Además, se me olvidan las caras y los nombres. Soy poco sociable… pésima en el trabajo de equipo.
Matt insistió.
—El grupo es reducido. Las reglas son pocas. Y no hay que pagar.
Buen remate. Segundos después, me encontraba en el salón mejor decorado del planeta, sin idea de lo que hacía y rodeada de extraños. ¿En qué momento me dejé convencer? ¿Y si me deslizo antes de que…? (sonido de puerta que se cierra). Demasiado tarde. El de las botas dio la bienvenida desde el centro, anunció que la presentación empezaría en breve y que la barra estaba abierta. Menos mal. No es que me guste beber (el alcohol me afecta de maneras extrañas y limito su consumo a casos de emergencia), es solo que tener algo en la mano en una reunión social me hace sentir menos incómoda.
Tuve un momento para escanear los alrededores gracias a que Matt se dirigió a la barra. Noté ciertas particularidades. Primero: el tamaño de la habitación. Muy a lo Tardis[3], desde afuera se veía de dos por dos, pero adentro era un amplio semicírculo. Segundo: no vi mesas, tableros, cartas o figuritas. Solo había sillones por todos lados, una pista al centro y una gran barra curva en el extremo. Tercero: conté al menos el doble de personas de las que vi entrar, y eso que llegué antes de que abrieran el saloncito.
Matt regresó con bebidas color verde fluorescente. Le pedí que me explicara la mecánica de la presentación, pues adentrarme en regiones desconocidas me provoca una gran zozobra. Según él, cada debutante pasaría al centro y se presentaría de forma sucinta. ¿Qué tan corta es la introducción? ¿Cómo se llama este juego? ¿Debo comprar un instructivo? ¿Está bien si no vengo disfrazada? Ahora que lo pienso, ¿qué estoy haciendo aquí? Matt aseguró que sería suficiente con poner atención e improvisar, algo que no se me da nada bien.
V
La noche de debutantes inició. A esas alturas distinguía un patrón en la indumentaria de los jugadores. Había siete tendencias principales que catalogué según la influencia, todas bastante clásicas, de finales del siglo XX: los Alas del deseo (gabardinas oscuras), los Ciudad de los niños perdidos (steampunk[4] del mejor), los Pleats Please (obra maestra de Issey Miyake), los Barbarella (futurismo retro), los Blade Runner (punk distópico), los Mangánime (no cosplay, solo el estilo) y los Bowie (con sus looks icónicos). Además, noté dos niveles dentro de cada categoría: la versión altacostura y la simplemortal. Los primeros lucían demasiado bien, como una gala cósmica. Muy nítidos, con luz personalizada y vestuario interactivo que parecía tener vida propia. ¿Sería por la bebida verde?
Preocupada por mi vestimenta tan peatonal —jeans negros, playera turquesa de manga larga y unos wabis rojos originales, viejos, pero bien conservados—, me tranquilicé al observar al primer participante. Alto, delgado, con cabello largo y camisa de leñador. Se puso de pie en el centro y dijo: «Yo soy Benny Dabouncer». Tras unos segundos de silencio que casi estropean el ritmo, un altacostura se paró detrás suyo. Supuse que sería el jugador avanzado que lo respaldaba. La luz lilácea que lo cubría se intensificó, como una señal para que el debutante completara la frase: «...y soy un trickster[5]», lo que eso significara. Mi cuerpo se crispó de cabo a rabo. Sabía lo básico de la ciencia ficción gracias a los dos geeks en mi familia, pero de ningún modo dominaba la materia. Mi experiencia se limitaba a libros, películas, y series de cajón. Ah, y una vez fui a la convención de comics La Mole donde, por cierto, gasté todo mi sueldo en productos de Studio Ghibli.
El espectáculo era vistoso, algo que en otras circunstancias habría disfrutado, pero las manos me sudaban. Ya no encontraba a Matt ni tenía idea de qué hacer o decir. Contaba con que, aunque fuera a última hora él aparecería para informarme cuál era mi personaje y mi superpoder.
Pasaron Diane Young (tejerredes), Bob McGee (rescatador), Río Grand (alquimista), Sonny Leone (cambiaforma) y Jean Genie (doblatiempo), cada uno con su respectivo acompañante altacostura. Trataba de aflojar mi garganta cuando llegó mi turno. Caminé hacia la equis trazada en el piso con las piernas temblorosas y una esperanza enclenque de que Matt apareciera. De pie, en medio del montón de desconocidos que asumían que yo sabría qué decir, me sentí más sola que el dichoso corredor de fondo. Procedí a mencionar lo único que sabía. Después de un inevitable carraspeo dije: «Yo soy Álfur» y me entregué al pánico del corredor, por así decirlo, al distinguir a Matt con su melena revuelta y un vaso en alto, allá al fondo, entre la concurrencia.
VI
Tensa y transpirada, sentí que alguien se acercaba detrás de mí. Sospeché que sería el jugador que me respaldaba y estuve a nada de voltear. En vez de eso, recordé de manera vívida mi primer día en la escuela. Ahí estaba yo, a los cuatro años, sentada en una mesa redonda llena de crayones y rodeada de parvulitos iletrados. El resto de la semana pasé de largo el aula de kínder para entrar a una donde había bancas de verdad y un pizarrón lleno de sílabas con trazo perfecto: ma me mi mo mu, za ze zi zo zu. Fui feliz, hasta que notaron mi autorreubicación y llamaron a mi mamá, quien estuvo un rato en la oficina de la directora. Al llegar a casa me preguntó la razón del cambio.
Y yo: Es que me aburrí.
Y ella: Pues, puedo convencer a la directora, pero dime si estás dispuesta a hacer lo necesario para saltarte un año.
—¿Como qué?
—Aprender por tu cuenta ciertas lecciones, por ejemplo.
—¿Cuándo, hoy?
—El día que lo necesites.
—Ah, sí —respondí, segura de que ese día nunca llegaría.
Mi mamá cumplió lo prometido y el día siguiente regresé al nuevo salón, que me correspondía por derecho, con la dulce satisfacción de salirme con la mía. No volví a poner un pie en el kínder.
¿Por qué recordé aquella anécdota remota? Porque es el tipo de cosas absurdas que hago en el extremo del nerviosismo.
Arrinconada, agitando con rapidez y discreción dos dedos de la mano izquierda, dejé atrás el pánico para entrar en modo no tengo nada que perder. La única salida era confesar mi ignorancia, terminar de hacer el ridículo y nunca más volver al Zero. En ese instante me enteré de que la altacostura a mis espaldas era mujer porque puso su mano en mi hombro —que se contrajo como acto reflejo— mientras susurraba palabras que de momento no descifré. Me tomó dos picosegundos procesar las posibilidades y, sin mayor preámbulo, dije: «Yo soy Álfur Star y soy una rompecódigos».
[1] Fans de Dr. Who.
[2] Aficionados a Viaje a las estrellas (Star Trek).
[3] Nave del Dr. Who.
[4] Estilo que incorpora tecnología y estética inspirada en la maquinaria impulsada por vapor del siglo XIX.
[5] Personaje mitológico que engaña y/o desobedece las leyes y la conducta convencional. Embaucador.
Uno nunca se deshace del cucú. Es de la familia!
Por fin empecé a leer Gran Cuervo.
Me piqué y me encantaron las referencias. El universo holográfico (obvio). Benny the Bouncer. Zero (The Nightmare Before Christmas es nostalgia pura en mi casa). Reconocí las “siete tendencias principales” y soy culpable de haber lucido un par de ellas. Listo para el capítulo 2.
Qué buena idea acompañarlo de un boletín con referencias, para los completistas.
(ojo, las notas no están enlazadas)
Perdona la tardanza.
Disfruté mucho este primer capítulo. Está muy bien narrado, es honesto y muy friki.
Soy de esas personas que saben mucho de Doctor Who a pesar de no haber visto un capítulo completo.
El único problema, que no tiene nada que ver con este capítulo, es que no encuentro el capítulo dos por ningún lado.