I
El viernes era mi primer día de trabajo y eso me entusiasmaba. Cocinar no me gusta, pero iba decidida a aprender lo posible sobre el negocio de los restaurantes. Unas horas de labor a cambio de vivir en un micropiso con vista al bosque, Internet de banda ancha, estacionamiento techado y acceso a un refrigerador lleno de suculencias era una ganga (¿mencioné que Matt es chef?). Con todo y todo, tarde o temprano tendría que encontrar un empleo remunerado, pues necesitaba un montón de dinero para reponer lo perdido, solo que seguía sin encontrar una opción que no aniquilara mi alma. Por otro lado, pese a lo que me gusta incursionar en terrenos nuevos, el primer paso siempre me provoca un temor muy particular e ineludible.
Llegué al Zero a las diez en punto, con los dientes apretados. Matt llamó a Johnny, mesero y ayudante, quien me llevó a mi estación de trabajo en el fondo de la cocina, detrás de unos estantes. Con tanta información visual de golpe solo distinguí una tarja inmensa. Varios segundos después identifiqué una mesa de acero inoxidable. Luego, un carrito y anaqueles con recipientes. Por último, vi ollas y utensilios colgando de dos tubos altos. Eso me pasa cuando llego a un lugar donde hay demasiados elementos. Las palabras del sonriente Johnny sonaban a trompeta con sordina, como las voces de los adultos en las películas de Charlie Brown, así que no me enteré de la mayor parte de lo que dijo. Eso le pasa a mi cerebro cuando tiene que manejar demasiado input de golpe. Con una sonrisa, me entregó un delantal.
—Oye, para asegurarme de no cometer errores, ¿podrías repetirme las instrucciones?
—Con todo gusto. Debes pelar papas y cortarlas en cubos —dijo con lentitud, e hizo una pausa mientras yo asentía.
—Luego, voy a traer varios vegetales en este carrito —explicó haciendo los ademanes pertinentes— que deberás lavar, desinfectar y cortar, como y cuando te vaya indicando.
—Gracias —dije con los dientes más apretados.
Nunca pensé cuánto me serviría haber visto tal cantidad de series de cocina hace un año. No sé cómo habría superado el reto de no ser por las técnicas de corte que aprendí en esa etapa de fijación extrema. Es cierto que lo hice muy despacio, pero por lo menos supe la diferencia entre juliana, brunoise y rodaja.
Horas más tarde, cuando creí haber terminado, Johnny trajo una pila de ollas sucias que debí dejar relucientes. Por si fuera poco, me pidió amarrar las bolsas de basura orgánica y llevarlas al contenedor exterior. Mientras transportaba los tres bultos descomunales en el elevador de carga, chorreando de sudor, traté de imaginar por qué me habían asignado actividades tan, cómo decirlo, básicas.
Después de lavarme las manos por tercera vez para quitarme el olor a cebolla, decidí ir directo a renunciar. Estás desperdiciando mi creatividad, mis capacidades organizativas y de análisis, le diría a Matt para que se arrepintiera de haberme dado el puesto más bajo del organigrama.
Me puse toda la crema para manos que tenía en mi mochila y azoté la puerta del baño. Lo más irritante fue que ni siquiera pude ver cómo preparaban la comida. No tuve con quien hablar —porque Johnny B. Goode y yo no teníamos mucho en común—, la música no se escuchaba hasta ese rincón remoto de la cocina y tuve que dejar mi celular en un casillero por el reglamento absurdo de la empresa.
Encontré a Matt en la barra. A punto de presentar mi renuncia, inmediata e irrevocable, me sirvió el menú del día. Como inicio, un penne puttanesca. Delicioso. A continuación, una lonja de atún marinado con vinagreta de mostaza, acompañado de papas al romero y ensalada provenzal. Insuperable. Para rematar, un sorbete de frambuesa con galletas de chocolate oscuro rellenas de crema de menta. Digno del Iron Chef.
—¿Qué me ibas a decir? —quiso saber mientras yo disfrutaba del postre.
—Mmm... ya no viene al caso.
—¿En serio? Parecía importante.
—Olvídalo, ¿sí?
—Está bien, está bien. ¿Qué tal tu primer día de trabajo?
—Pues... ya sabes. Esto es extraño. Pero creo que me puedo adaptar.
II
La primera tarde libre en mi diminuta morada, recostada sobre la piel de borrego que compré en Castlebar, decidí hacer un recuento de mis logros en el juego, al fin que con dos o tres bastaría para la próxima reunión.
Una vez más: Tema, Proyección, Recurso, Pruebas, Artilugios y Trampas. El Tema o propósito de la vuelta sigue siendo un misterio, y respecto a la Proyección, confío en que mi autorretrato funcione. Si acaso le agregaré un poco de color cuando consiga al menos unos crayones. Qué más. Sabemos que mi Recurso es romper códigos, solo que no recuerdo haber usado un talento así. A estas alturas eso no es relevante, lo incluyo sin ahondar en el tema.
Una Prueba puede ser la contienda con la maga pelirroja. ¿O eso fue una Trampa? La menciono en los dos rubros y a ver qué pasa.
En cuanto a los Artilugios, ¿qué tal la tarjeta de la lagartija luminosa? Tiene que valer algo. Solo que, no sé qué se puede hacer con ella. También tengo la de filigrana y la de la galaxia flotante, pero esa se quedó en aquel sueño del desagüe. El anillo de la triple espiral ni tomarlo en cuenta porque no pude conservarlo, aunque me quedó un tatuaje. Sí, claro, pero…
—Aquí viene, señoras y señores, la estrella de los Artilugios: ¡el guante de Excalibur —anuncié al oprimir un botón— con la espada de fuego azul!
La tenía dominadísima después de ver algunos videos de combate medieval con espada y escudo. Hice una pausa para escuchar el rugido de los espectadores impresionados por mi pericia (mientras no enfrentara a un enemigo real).
—Eso no es todo. Ahora, con ustedes, ¡la armadura de luz hecha a mi medida! —dije al oprimir con otro dedo, pero quedó claro que me hacía falta mucha práctica. Aunque no estaba tan rala como la primera vez, aún tenía un par de boquetes.
Imaginé las caras de los demás cuando me vieran hacer lo que sí me salía. Por primera vez me consideré cubierta para la presentación. Guardé todo y me instalé a ver un episodio de Futurama mientras llegaba la hora de ir al Zero.
III
En efecto, ya vivían juntos: qué olfato el mío. Río se había mudado al departamento de Jean la semana anterior. La unión requirió una fuga, pues los papás de Río no estaban tan de acuerdo, pero al final se limaron asperezas al convencerse de que Río no dejaría de estudiar como ellos suponían, y corroborar que Jean se haría cargo de los gastos mientras ella empezaba a trabajar. A él le va muy bien con lo que hace: arte robótico steampunk (digno de verse) y bastante freelance como diseñador industrial.
Les di los llaveros con sus iniciales, Río estrenó el suyo de inmediato. Reímos un rato al intercambiar anécdotas sobre nuestros empleos. Hice un resumen mínimo de mis andanzas, que perdieron lustre al omitir la batalla con la maga y lo sucedido en Blarney. Como nadie del grupo había narrado aventuras semejantes, tuve miedo de quedar en ridículo. Aunque, lo cierto es que ninguno de ellos tuvo que resolver pendientes de otras vueltas de su juego. Lo que sí los impresionó fue el tatuaje de la triple espiral. Antes de que indagaran más, cambié de tema.
—¿Ya saben cuál avance de su juego van a presentar primero? —pregunté.
—Pues, yo, la armadura —respondió Río.
—Yo empezaré por la espada —agregó Jean, mientras hacía una demostración.
Pff. Mi sueño de gloria se derritió como merengue al sol. Por lo menos pudimos practicar juntos un rato.
Comparamos nuestros manuales y coincidimos en que ninguno había descubierto su Tema, ni sabía usar su Recurso.
—Todavía no entiendo eso de las pruebas —dijo Rio con los codos sobre la barra y la cara recargada en ambas manos.
—Yo tampoco —concordé—, si tan solo fuera lo único.
Rio sonrió.
—Bueno, si se trata de momentos difíciles de superar en la vida, yo he tenido unos cuantos —confesó Jean Genie.
—Igual —dijo Rio—, solo espero que no sea necesario mencionarlos todos.
—¡No, por favor! A mí me tomaría una eternidad —dije con preocupación.
Rieron con desparpajo. Cuando comprendí que no lo hacían en son de burla, yo también reí.
—Definitivamente sería una locura —recalcó Rio.
Dicho lo cual, tomamos la bebida especial del día (bubble tea), mientras esperábamos a los jugadores avanzados para asistir un rato a su reunión.
Dentro del saloncito, vi que la mujer de blanco platicaba con unos Pleats Please en versión simplemortal. Nos dejaron solas tan pronto me acerqué. Le entregué su brazalete y agradecí toda la ayuda.
—¿Estás lista para presentar tu juego?
—Uf. Tengo varias dudas. Por ejemplo: ¿lo de la maga fue una Prueba o una Trampa?
—Eso lo descubrirás a través del manual, cuando llegue el momento.
—¿Y el incendio? Haber perdido todas mis pertenencias y tener que empezar casi desde cero, debe contar como una Prueba salvada, ¿no?
Ella levantó los hombros y sonrió divertida.
—¿Ni siquiera puedes decirme si mi trabajo como ayudante del ayudante en la cocina me da un crédito mínimo?
La mujer de blanco suspiró.
—Trata de ser paciente, Álfur. Permite que las cosas vayan tomando su rumbo sin querer apresurarlas. Recuerda detener tu diálogo mental para que puedas escuchar la voz de tu Etymos.
Antes de marcharme le hablé de la caja vudú y del sueño con Prue. Sugirió que consultara a la mujer de medicina. Con tanto lío la había olvidado por completo. Tendría que revisar mis emails.
IV
Pasé el fin de semana en casa de Penny. La bombonera de cristal cortado le encantó. El sábado por la tarde aproveché para contarle mis desventuras, con la confianza de encontrarme en un espacio seguro. Llorar en su hombro me ayudó a disipar, aunque sea un milímetro, el desánimo que me abatía. Estuvimos varias horas en silencio a la sombra del árbol más grande del jardín. Descubrimos un par de murciélagos pequeños colgados de las ramas altas y eso mejoró mi ánimo. Poco antes del anochecer, Ruby Blue, su pareja, nos llamó a cenar. Devoré varias tostadas con frijoles, queso y aguacate, mientras escuchábamos música de mariachis: era aniversario de la Independencia y yo ni me acordaba. En su casa cada comida es deliciosa pues ella y Ruby Blue son excelentes cocineras. Los ingredientes —que provienen en gran parte de un rancho cercano que entrega a domicilio queso, huevo y vegetales— tienen mucho sabor, no como la comida fibrosa y medio insípida que suele comer Maggie.
Cada una tiene lo suyo y las estimo a todas, aunque sean tan diferentes. Penny es más o menos de mi estatura y tiene cabello claro. Suele llevarlo corto. Sus ojos son color miel, algo que casi no se distingue detrás de los anteojos que usa desde la preparatoria. Lo que más me agrada de ella es su generosidad sin igual, su incapacidad para ofenderse y su casi nula participación en dramas sociales. Ruby Blue tiene cabello negro, siempre lo lleva recogido. Es más alta que Penny, bastante atlética, muy tranquila y más honesta que el promedio de la población. Ambas se dan suficiente amplitud para vivir, en parte porque Ruby Blue viaja con frecuencia debido a su trabajo (es piloto de una línea aérea comercial). Sin embargo, las elecciones televisivas y cinematográficas de ese par son desastrosas. Maggie tiene cabello castaño y ondulado. Siempre lo lleva largo. Desde que la conozco, nunca ha dejado de alaciarlo y aclararlo. Usa lentes de contacto, se volvió vegetariana cuando entró a la universidad. Lee muchísimo, es una excelente traductora y correctora de estilo. Tiene una desenvoltura social que durante la universidad me salvó la vida. Además de compartir profesión, tenemos en común el gusto por el cine.
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El domingo regresé a casa con artículos de segunda mano a los que más adelante podría darles una buena reinventada: buró, lámpara de mesa de energía solar, rack desarmable para guardar ropa, perchero, tapete de lana inspirado en las esferas de Vasarely, pouf medio raído, cojines y frazada. Me entregué a la tarea de reorganizar el espacio, lo que implicó sacudir el polvo que ya empezaba a acumularse en el escaso mobiliario. Matt me había comentado que Sammy, el muchacho encargado del mantenimiento de la casa, podría hacer el aseo de la buhardilla una vez a la semana. Lo acepté enseguida. Es que, puedo responsabilizarme de mantener en orden un lugar, pero hacer yo misma la limpieza ha sido un tema delicado.
En el departamento, cada semana tenía que guardar mis objetos más preciados para prevenir daños por parte de la encargada del aseo. Hacía muy bien su trabajo, pero una vez que se marchaba, yo tardaba un buen rato en volver a poner todo en su lugar, pues hasta los muebles quedaban en ubicaciones inconcebibles. Sin embargo, cada vez que tuvo vacaciones e intenté hacerme cargo de barrer, sacudir y trapear, terminé llorando. Me tomaba tan en serio mi papel que limpiaba a una profundidad exagerada cada rincón, lo que consumía completos mis dos días de descanso. El lunes me presentaba al trabajo agotada y adolorida. Las alergias por el polvo me duraban al menos una semana, igual que la gastritis provocada por concentrarme al grado de olvidarme de comer. Encima de todo, me deprimía por ser incapaz de hacer algo que a la mayoría le resulta sencillo.
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El lunes por la tarde le llevé la caja vudú a la sanadora retro. Me indicó hacer una bolsita de tela rosa, atarla con un lazo dorado y poner ahí la muñeca de trapo sin ojos y con un hueco en el ombligo. Debía colgarla de mi cuello para darle, en sus propias palabras, calor de corazón. Ella incineraría la muñequita sin boca, aquella que me representaba. Antes que desapareciera de la faz de la Tierra, me pareció importante dibujar una sonrisa en su cara.
—Prue me pidió ayuda en un sueño. Está perdida en unas catacumbas y no sé qué hacer —dije con cierto temor.
—¿Ya contactaste a la mujer de medicina?
—Es que mis mensajes no dejan de rebotar.
—Pues sigue insistiendo —ordenó.
—Está bien, eso haré.
—Te voy a alinear, pero trata de que esta vez te dure más —dijo en tono de regaño.
Guardé silencio.
—¡Si quieres escuchar algo más que tu propia voz, deja de pensar tanto! —me urgió. Igual que la mujer de blanco, pero con rudeza innecesaria.
V
El miércoles, después de mi turno en la cocina platiqué un rato con Matt. Desde que éramos vecinos lo había visto poco. Encima de eso, seguía sintiéndome rara con él por aquella conversación en la trattoria.
—Hoy nos toca presentar nuestro avance en la reunión de la tarde.
—¿Estás lista para hacerlo?
—No solo eso: estoy segura de que nos irá bien a todos.
—Qué bien —dijo sonriente—, porque el próximo viernes habrá una convención. Vendrán jugadores avanzados de muchas procedencias. Si tienen buenos resultados, las puertas estarán abiertas para ustedes.
Mi corazón se alegró al imaginar el vestuario. También sonreí por fuera. Creo.
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Esa tarde, Daniel entró a una sala bulliciosa ocupada por novatos listos para lucirse. Cada uno pasó al centro a presentar su avance y activó las dos funciones del guante que todos conocíamos. Ninguno era experto, pero, a pesar de mis esfuerzos, mi armadura fue la peor.
Aclaró que usaríamos más nuestro artilugio cuando aprendiéramos a viajar en el espacio-tiempo. Eso me entusiasmó. Luego hizo preguntas sobre los integrantes, primero generales, después muy precisas, lo que dejó en evidencia cuan poco sabíamos unos de otros.
De Río y Jean conozco bastantes detalles, pero es comprensible porque formamos un equipo. De Benny, el trickster, solo sé que ama el heavy metal, estudia ingeniería eléctrica y toma clases de música. Sonny es cambiaforma, estudia biología y tiene una hermana gemela. McGee, el rescatador, es muy bueno para los videojuegos (siempre lo presume). Por razones obvias, sé muy poco de Diane, ni siquiera pude recordar su recurso.
Nuestro tutor se veía sorprendido al descubrir que nadie era capaz de demostrar otra cosa que el manejo básico del guante. Eso me preocupó, pues tenía muchas ganas de entrar a la convención que mencionó Matt.
Tampoco dimos una en el resto de la evaluación. Sobre todo en las Pruebas, que varios aún comparaban con exámenes. Según Daniel, la manera de completarlas era disfrutándolas con plenitud, sin reproche o remordimiento. Siguió sin quedarme claro. La mecánica me ha parecido ilógica desde el principio, pero yo no inventé el juego.
El caso es que nos fue del asco. Daniel señaló que ni siquiera teníamos una retícula de grupo, lo que eso significara.
—Queda claro que no están a la altura de la convención que se avecina. Es una lástima: les habría ayudado mucho, con el esperado suceso interdimensional —dijo con las cejas arqueadas.
—¿De verdad no hay nada que podamos hacer? —preguntó Diane con voz suplicante.
—Si querían asistir a este tipo de eventos, se hubieran aplicado desde que entraron al juego —respondió Daniel.
Entregarle el kilt[1] que le compré en Irlanda, que por cierto combinaría perfecto con sus botas de broches magnéticos, no fue suficiente para ablandar su corazón.
Todos salimos del Zero cabizbajos.
VI
Esa noche tuve uno de mis sueños recurrentes que creía haber dejado atrás con una terapia a la que fui en cierta época oscura, al entrar a la universidad. En el sueño subía por una escalera espiral de piedra dentro de una torre alta, con peldaños que salían del muro exterior, sin ningún tipo de barandal. A cierta altura, en lugar de un escalón había un hueco imposible de saltar. Siempre despertaba angustiada. Esta vez, además, me sentía frustrada.
Saqué la tarjeta de filigrana que mencionaba algo referente a los sueños. Con toda la concentración de la que fui capaz a esas horas, releí el mensaje en voz alta: El poder de la lagartija es el ensueño. Regenera lo perdido y enfrenta el miedo de moverse en otros mundos. Encuentra en la sombra aquello que se resiste, para unir lo alto con lo bajo.
Intenté en vano hallarle sentido en el sueño —o en mi vida— a tal información. Volví a dormir.
Esta vez, de pie en la misma escalera, descubrí sobre mi hombro una lagartija que canturreaba Money, that's what I want[2], en la versión de Flying Lizards. Al llegar a la parte del peldaño faltante me detuve y esperé a que me indicara cómo cruzar (supuse que para eso se encontraba en mi sueño). Ella seguía con su canto.
—¿Alguna sugerencia? —pregunté con cortesía.
La lagartija saltó de mi hombro al muro de la torre y caminó sobre la superficie hasta llegar al siguiente escalón, librando el hueco. Ahí se detuvo y giró hasta quedar frente a mí.
—Te toca —dijo con una sonrisa exagerada.
—Yo no puedo caminar por las paredes —expliqué.
No respondió.
—Por favor dime qué hago —solicité, tratando de no perder el estilo.
Permaneció pensativa unos segundos, luego levantó los hombros.
—Solo soy una lagartija —aclaró. Y se fue. ¡Se fue!
Exasperada, y sin una piedra que lanzarle, me senté en un escalón. Me urgía despertar, pero el tiempo pasaba y la escena no se desvanecía como otras veces. Minutos más tarde, el reptilín regresó.
—Te traje a alguien —anunció.
A sus espaldas apareció la mujer de blanco, que lo iluminó todo. Bueno, abajo seguía como boca de lobo. No me molestó que acudiera, pero me sentí un tanto acorralada. Permanecí en silencio, atenta a las cosquillas provocadas por una gota de sudor que escurría sobre mi sien derecha, sin atreverme a mirarla a los ojos. La mujer de blanco habló.
Y ella: Este es el día.
Y yo: ¿Cuál día?
—De aprender por tu cuenta algunas lecciones.
—¿En este momento?
—Lo necesitas ahora, ¿no te parece?
Nuestro diálogo me dio una sensación de déjà vu. La mujer dijo unas palabras a la lagartija, que llegó hasta donde yo estaba y trepó a mi hombro. El reptiloide enano repitió en mi oído el mensaje de mi mentora: «Debes materias de kínder. Es más, ¡debes todo el kínder!».
Ah, claro. El diálogo aquél que tuve con mi mamá tras instalarme en un salón ajeno el primer día de clases y que había recordado la noche de reinicio.
—¿Eso qué tiene que ver con mi vida actual? —dije, sin lograr clavarle la mirada (se encontraba demasiado cerca para enfocarla).
La lagartija volteó los ojos hacia arriba con enfado.
—Hasta que no aprendas eso que te parece tan básico ¡no puedes seguir subiendo! —respondió.
Ahí fue donde acabé de perder la paciencia.
—¿Qué dices? Kínder no parece demasiado básico, ¡lo es! Yo ya sabía leer y hasta escribir. Con letras deformes, tampoco voy a mentir, ¡pero no me apetecía perder el tiempo con rondas y dibujitos! —aclaré.
—Encima, diste por hecho que el día de pagar nunca llegaría, pero estabas equivocada —dijo la muy sabandija.
—¿Cómo sabes eso, si solo lo pensé?
—¿Te digo otra cosa? Lo has hecho toda tu vida.
—¡Animalujo insolente! ¡¿Quién te crees para hablarme así?!
—Has saltado muchas etapas básicas, para luego improvisar y salir del paso. No puedes continuar si no llenas los huecos que dejaste en tu trayecto.
—¡Ya cállate! Saurio de tres pesos.
—Debes créditos acumulados de… ¿cómo lo llamas? Ah sí: Darwin Uno.
Mi cara se puso caliente y deseé que la tierra me tragara. La mujer de blanco nos observaba desde la altura, atenta a la discusión. Sentí una gran vergüenza por decepcionarla con mi arrogancia y mi nulo autocontrol. Busqué un argumento a mi favor, pero no encontré ninguno. Había sido orillada a reconocer abiertamente que me aburren las actividades con uso limitado del intelecto. Solo me quedó cerrar la boca y mirar mis pies.
Con su amabilidad característica, la mujer de blanco dijo: «Hey, no te preocupes. Tienes la mesa puesta. Mejor dicho, la tabla de picar. Empieza por ahí».
Continué agachada casi un minuto. Cuando al fin levanté la cara y la miré, sus ojos me parecieron tremendamente conocidos. Entonces comprendí. Antes de poder pronunciar una palabra, desperté.
Cómo no lo había notado. La mujer de blanco era mi mamá.
[1] Prenda de vestir para hombres típica de Escocia e Irlanda que se usa en ocasiones formales.
[2] Dinero, eso es lo que quiero.